domingo, 12 de febrero de 2012

Tanka

Sucumbí, caí
me atraparon sus lagos
gemas azules
en medio de su cara
la mirada implacable.

jueves, 2 de febrero de 2012

Anamar

Anamar se paró en lo alto de la escalera que bajaba a la playa. No pasaría de allí, no bajaría ni un solo peldaño. Solamente con pensar en el áspero y crujiente tacto de la arena se le erizaban los vellos. Le daba igual que a esa hora temprana y sin gente todavía,  la playa presentase una bella postal de arenales recién trillados y de gaviotas madrugadoras. No, ella no volvería a pisar la arena, pasaría de largo por el paseo una mañana tras otra, sin mirar, con angustia, sin otear el horizonte estéril, sin querer saber nada de las espumas de olas rotas como antes.
Todo ocurrió un día del último verano cuando corrían junto a la orilla en esa hora vespertina de aire renovado y brisa limpia en la cara. Anamar, Juansol y Albaluz, los tres inseparables. Anamar y Juansol eran la viva imagen de la energía sin fin, corrían sin tregua, ágiles y dejaban siempre atrás a Albaluz sin querer, pues ella no era joven y aunque lo intentaba nunca conseguía ir a la par de ellos dos. Aquella fatídica mañana la resaca propia de la bajamar era muy fuerte, la arena se barría bajo los pies con una violencia que casi derribaba a los que paseaban chapoteando por la orilla.
Albaluz, preocupada a sabiendas de que aquellos dos solían bañarse al llegar al centro de la playa intentó correr más deprisa para alertarles de que no lo hicieran pues era especialmente peligroso por la resaca tan enroscada. Lo intentó pero no podía correr más rápido, el aire se le bloqueaba en la garganta  y unos pinchazos de flato en un costado le obligaron a parar bruscamente.
Anamar y Juansol llegaron a la parte central y decidieron parar y esperar a Albaluz, intuyeron que el mar no se andaba con chiquitas pues solamente el rugir de las olas al romper ya era muy amenazador. Era como si el propio océano advirtiera con voz potente que ese día estaba muy, pero que muy, enfadado. Ellos esperaban pacientes a Albaluz aunque ella casi no avanzaba.
Detrás de ellos, junto al muro de piedra del paseo, había una cuadrilla de jóvenes trasnochadores que seguían de juerga. Aunque se tenían de pie a duras penas, se estaban quitando la ropa y con voz trastocada el más valiente decía –“venga, un bañito para quitarnos la moña”
Llegaron a la orilla desnudos pero se quedaron plantados sin atreverse a entrar en el agua. Estaban borrachos pero no locos. Anamar y Juansol intentaron volver en busca de Albaluz que no llegaba, pero el grupo se fijo en ellos.
Uno de ellos se agachó y recogió un palo –“Oh no, si se le ocurre lanzar el palo al agua estamos perdidos, Juansol es incapaz de contenerse a salir en busca de un palo lanzado”- pensó Anamar. Y así ocurrió todo…
El chico les miró y dijo con el palo en alto –“busca, busca” -lo lanzó lejos dentro del mar y Juansol, paciente en principio, no perdió ojo mirando la trayectoria y cuando el palo entró en el agua, él se lanzo a nadar y a buscarlo entre las olas rotas. –“No, no”-  ladraba Anamar en idioma perruno –“lo sabía, sabía que ocurriría”- . Su impulso fue salir tras él pero alguien la retuvo fuerte por el collar, era Coral, que llegó en ese momento y amarró la cadena al collar de la angustiada collie de patas blancas, horrorizada al ver lo que pasaba. Juansol, el joven perro collie, atrapó el palo, pero aunque nadaba hacia afuera, la corriente le impedía salir y lo alejaba de la orilla. Entre ola y ola todavía veían su cabeza, le llamaban y animaban pero era inútil, pronto se agotó y el mar se cobró su tributo. Coral retenía a las dos perras a duras penas hasta que ellas dejaron de ladrar y empezaron a gemir y a lamerse los hocicos la una a la otra lastimeramente. Hacía rato que ya no detectaban en el aire el olor de su compañero. Gemían sin parar y Coral lloraba con desolación sentada en la arena. Los chicos se fueron en silencio, avergonzados. Anamar y Albaluz lamieron tristes las lágrimas que corrían por la cara de Coral…
Ese verano siguiente en Ribadesella iba a ser largo y tedioso, Anamar deseaba con deseo perruno volver pronto a Vitoria. Era raro estar tan sola allí, sin Albaluz que murió de vejez ese invierno y sin Juansol. Ella resistió sólo por Coral que pacientemente la consoló y se obligó a comer para no dejarse morir y aumentar la tristeza de su ama.
Sus ojos miraron por última vez el horizonte marino, a partir de ese día pasaría por allí de largo, sin mirar y sin encontrar aquel olor familiar que nunca olvidaría.
                         Arantza Arana Uribesalgo